Husmear.

El crujido de las escaleras marca el compás de tus pasos.
Tu mano se desliza por la baranda levantando un ventarrón de polvo.
Hacia arriba no ves más que algunas sombras, pero sabes exactamente cual es el camino.
Te quedas quieto, tieso, con los pies en paralelo. Frente a ti, ahora, está esa puerta que tanto conoces.
Puedes abrirla o puedes no hacerlo. Puedes regresar por esas escaleras y salir por esa puerta y desaparecer. No volver más.
Tomas la perilla y con el corazón y resto de tus órganos en la boca, empujas.

Él está ahí. Donde lo dejaste la última vez. Pero ahora es diferente.
El cuarto sigue lleno de polvo. Hay aún restos de ropa esparcidos por el suelo. Las ventanas todavía a medio abrir. Pero ahora es diferente.

Envuelto como en un capullo, ahí está él. Como una oruga a punto de salir a dar su primer vuelo.

Te acercas. Todavía no lo puedes creer. Es él. Quien esperó ansioso por tu nacimiento. Quien robaba los juguetes de otros para dártelos a ti. Quien te hacía entrar a casa a escondidas luego de las fiestas. Quien apadrinó a tus hijas. Quien no lloró para sostenerte cuando murió la nona. Quien hasta el último momento fingió reírse de tus estúpidos chistes.

Es hora de decirle adiós a su cáscara. Porque de él ya te despediste ayer.

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